lunes, 4 de enero de 2010

Mis pantalones de la suerte

A estas horas, mañana, estaré aterrizando en Londres. Intento no pensarlo, pero es inevitable hacerlo cuando tienes la habitación patas arribas, con ropa por todas partes; te has levantado a las 8.30 para acabar el papeleo, insufrible e interminable, de última hora, y presientes que, como tantas veces, te ha vuelto a pillar el toro y esta noche tendrás que hacer horas extra si quieres tener todo listo y a punto para mañana, a las seis de la madrugada.

Afortunadamente, cuento con una pequeña ayuda para sobrevivir a este trance. Hasta ayer no me di cuenta, pero lo he vuelto a hacer: llevo casi una semana poniéndome los mismos vaqueros. Y no pienso quitármelos.

Ya me había ocurrido antes. Cuando hice Selectividad, me pasé la semana de antes de los exámenes sin cambiarme de pantalones, unos pantalones negros y holgados, con grandes bolsillos para guardar la goma y los lapiceros, que eran el compañero ideal de todo estudiante. Los llevé tanto tiempo seguido, que cuando me los quitaba por la noche y los dejaba encima de la silla de mi habitación, temía que se fueran andando solos a la biblioteca, que ya se sabían el camino.


Ahora, después de tantos años, ha regresado a mí esa especie de superstición absurda e irracional. Esta vez, son unos vaqueros estrechos y acogedores los que me hacen sentir que, si los llevo puestos estos últimos días en España, si no me los quito hasta que llegue a Londres, todo irá bien. Y no me perderán la maleta. Ni hará frío cuando llegue. Ni lloraré en las despedidas. Y confío en que cuando me quite los pantalones antes de acostarme la primera noche que pase allí y los deje sobre la silla de mi nueva habitación, hayan pasado tanto tiempo conmigo, en movimiento, que sean capaces de mostrarme el camino de vuelta a casa.

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