jueves, 29 de abril de 2010

London Pride

Todo empezó hace tres meses. Acababa de llegar a este país. No tenía amigos ni sabía inglés. Bueno, miento: sabía el suficiente inglés para entender la carta que me envió el ayuntamiento (el Westminster Council) reclamándome el pago del council tax, un impuesto similar a la contribución, pero que pagan los habitantes de la casa en lugar del propietario.

Pagué el council tax. Aquellos días nevaba y las bolsas de basura se amontonaban en las calles. Descubrí que en el centro de Londres no había cubos de basura ni aceras sin charcos. ¿En qué se gasta el ayuntamiento el dinero de mis impuestos? Me pregunté. Pero no tenía internet. Así que mis dudas tardaron en resolverse lo que el Westminster Council tardó en contestarme para agradecerme el pago de mis impuestos.

Resulta que con las 99 libras mensuales que pagamos por vivir aquí, en éste, nuestro hogar, el Westminster Council cuida de los ancianos, da café a los indigentes, enseña a los vecinos a reciclar y a los extranjeros a hablar inglés.

Así que al día siguiente me fui a la biblioteca de mi barrio, especializada en literatura china. Me hice el carné y saqué un libro de Asimov. Y, por la tarde, ya en el trabajo y confiada sabiendo que era verdad, que el ayuntamiento iba a reembolsarme las 100 libras mensuales de una manera u otra, me puse a buscar algún curso interesante para adultos.

"Curso de discusión histórica y cultural". Sounds good! (Moola!), me dije. Y me apunté. Tres meses más tarde, el pasado 27 de abril, fue mi primer día de cole en Londres.

Mi sentido de la orientación volvió a jugarme una mala pasada. Di vueltas durante 15 minutos alrededor de unos bloques de pisos buscando el centro de educativo en el que se impartía mi curso. Lo más parecido a un centro educativo que encontré en la urbanización fue una guardería. Así que entré para preguntar. Después de confundirme con una mamá despistada, la recepcionista me envió al edificio de enfrente: un ambulatorio que se encontraba en la planta baja de un bloque de pisos. Había estado tres meses esperando a empezar aquel curso y no lo podía dejar pasar, así que entré decidida al ambulatorio, aunque solo fuera para que me indicaran dónde estaba el edificio que buscaba.

Una mujer mayor, muy mayor, me aguardaba con una taza en la mano al fondo del pasillo. "Ahora me he metido en una residencia de ancianos", me dije apesadumbrada, "Bueno, por lo menos he llegado a la hora del desayuno", me consolé.

La mujer, que era mayor, muy mayor, en seguida se interesó por mi situación. Le conté que iba a un curso, le mostré mi plano sacado de Google Maps y tras un minuto de silencio y reflexión por ambas partes, me dijo "es que has llegado demasiado pronto". Eran las 10.20 y el curso empezaba a y media, tampoco me parecía para tanto. Pero cuando llegó el resto del alumnado, con un promedio de edad que con mi presencia se bajaba a los 75 años, entendí a qué se refería. "Es que eres muy joven".

Por lo visto el curso lleva en marcha 16 años. "Antes venía mucha gente, pero ya sabes, entre las que se han muerto y las que tienen dentista, nunca somos más de diez", me explicó Betty, que así se llamaba la mujer que me encontré taza en mano al entrar al edificio.

El curso no tiene una estructura preestablecida. Se reunen cada semana y charlan durante hora y media de la actualidad política, el tiempo y sus batallitas de infancia y juventud. Y he de reconocer que es entretenido. Además, el inglés de estas "ladies" tiene un acento británico de libro, excepto el de la escocesa y el de Kitty, que nació en Irán, lo cual es ideal dados mis objetivos.

"Vas a aprender mucho inglés", me repetía de vez en cuando Alice, una octogenaria con problemas de audición a la que tuve que aclararle que el tango es de Argentina, no de España.

A cambio, ellas me contaron de dónde viene la expresión "London Pride", me mostraron sus preocupaciones sobre la situación política del país, a las puertas de unas elecciones que no se sabe cómo acabarán, y resolvieron el problema del ruido de los aeropuertos: cambiar las ruedas de los aviones por esquíes para que aterricen en la costa, donde no molestan a nadie.


El martes que viene, más. Mientras tanto, os dejo con la canción London Pride, del músico cómico Noel Coward.


viernes, 16 de abril de 2010

Eyjafjalla

A esta hora, un avión con destino al cocido madrileño de mi madre debería estar despegando del aeropuerto londinense de Stansted. Yo estaría dentro, dormitando para que se me hiciera más corto el viaje. Y el mundo sería un lugar mejor, aunque, desde luego, mucho más aburrido.

En lugar de eso, la erupción de un volcán islandés ha paralizado el tráfico aéreo en media Europa. La nube de cenizas que se genera cuando la lava entra en contacto con agua nada más salir de su agujero, amenaza con estropear los motores de los aviones. Así que La Isla se ha quedado incomunicada.

"¡Cuánta gente había hoy en los restaurantes! ¡Y en el supermercado!", ha comentado mi jefe después de bajar a comer. Normal, si es que estamos todos en Londres sin poder salir. Que hay bisnesmen (hombres de negocios) desesperados ofreciendo miles de libras a taxistas para que les saquen de la Gran Bretaña sin pasar por la casilla de salida.

La gente es muy exagerada. ¿Que no podemos salir de aquí? Tampoco es para tanto, por lo menos estamos incomunicados en una ciudad cool que te cagas. ¿Que me he quedado, un fin de semana más, sin comer las cocretas de mi madre? No nos agobiemos: los congeladores se idearon para situaciones extremas como ésta. ¿Que en el Tesco se han acabado las salchichas? Bueno, esto tiene difícil arreglo, ¡pero algún inconveniente tenía que tener la erupción del dichoso volcán!

Pero lo más frustrante de esta situación no es que este fin de semana no vaya a poder abrazar a mi padre, ni besar a mi novio, ni ver a mis amigos. Tampoco la incertidumbre de saber qué camino escogerá la nube de ceniza:

a) Mantenerse en la atmósfera a 10 kilómetros de altura. Desavastecimiento. La ciudad cool que te cagas se sume en el caos más absoluto cuando los escaparates de las tiendas dejan de ser renovados, al menos, una vez a la semana.

b) Que baje. Londres se llena de cenizas. Morimos asfixiados.

c) Que suba creando una capa opaca imperceptible para el ojo humano, impenetrable para los rayos de sol. Morimos congelados.

Como decía, ésto son sólo nimiedades. Lo verdaderamente frustrante de esta situación es que el puñetero volcán tiene un nombre tan difícil que no puedes acordarte de su puñetera madre para desahogarte y quedarte a gusto.

jueves, 15 de abril de 2010

Berwick Street

Mi rincón favorito de Londres se encuentra en mi propio barrio. No tengo que salir del Soho para sentirme como en casa.


Cuando huyes de la invasión de turistas de Oxford Street. Cuando necesitas comprar algo que no sea un souvenir. Cuando no te apetece comer sushi, ni ver un musical, ni pasear por una calle bien barrida, es cuando llegas a Berwick Street. Un lugar en el que la gente se conoce por su nombre, las tiendas están regentadas por viejitas adorables y los puestos de verduras se mezclan con sexshops.


En esa calle, las prostitutas compran telas llamativas para hacer sus trajes, los modernos intercambian ropa y discos, las abuelas charlan un rato con el tendero y los becarios encuentran cajas de cartón para hacerse mesas.

Mi rincón favorito de Londres empieza en un edificio con un vergel plantado en la fachada y un carro que vende pan francés y termina cuando se estrecha, cambia de nombre y se convierte en el supermercado londinense de la "pastilla azul".



En Berwick Street, las truchas se venden en la calle, las reproducciones de Banksy se amontonan junto a cubos de fregona y siempre hay flores, muchas flores.

Por eso me gusta tanto. A ti también te gustaría si vivieras en Londres.



jueves, 8 de abril de 2010

Lentejas en un tupper

Cuando tengo comida guardada de otro día, me propongo levantarme pronto para aprovechar la mañana y salir a la calle, a disfrutar de Londres, me digo.

Pero cuando suena el despertador a las 8.30, me hago la remolona, me doy media vuelta y sigo durmiendo. Me levanto casi a las 10. Es demasiado tarde para hacer nada provechoso fuera de casa y demasiado pronto si se tiene en cuenta que ya tengo hasta la comida hecha. Así que aprovecho para desayunar con calma. Leo un rato. Me meto a internet. Hablo con Diego y con Gabi, llamo a mi madre y escribo a Sevi.

A las 11.30 siento que empieza a ser la hora de hacer algo. Así que pongo una lavadora y me vuelvo a conectar. Me corto las uñas. Cortas. Cuando friegas los cacharros a mano a diario te das cuenta que mantener una manicura cuidada resulta insostenible.

Igual barro, me digo. Pero me hago la remolona, me doy media vuelta y me quedo mirando el sol que entra por la ventana. Los días que hace sol en Londres soy tremendamente feliz. El sol, el calor, me infunde una alegría estúpida e irracional que no se me pasa hasta que empieza a anochecer, algo que, con el cambio de hora, no ocurre hasta las 7 de la tarde.

Cuando tengo comida guardada de otro día, acabo haciendo vida de maruja. Y es ahí donde radica el placer de vivir en esta ciudad. No tengo que correr a donde van todos los turistas, ni tengo la obligación de ir siempre cámara en mano para no perderme nada porque ya tendré más días y puedo permitirme el lujo de perder una mañana simplemente en casa o haciendo vida de barrio. Y es en estos días cuando soy plenamente consciente de que no estoy de paso, de que en un lugar donde te esperan para comer las lentejas que guardaste el lunes en un tupper es donde esta tu casa.

martes, 6 de abril de 2010

Receta para una despensa libre de calor y luz solar

Ingredientes:
1 barra de una estantería facilitada por Ricardo.............. £ 0

3 colgadores a clavos.......................................... £ 0,99

1 Nórdico del Primark............................................ £ 6
Martillo, altillo y un 4 días sin trabajar para sacar fuerzas para cualquier cosa.
Total................................................................................................ £ 6,99

Resultado:
Una despensa a hurtadillas en la que no entra una gota de calor que estropee la comida.


Que con la tela sobrante te salga una falda camilla para la mesa del teléfono que fabricaste con cajas de cartón recogidas de la calle y que encima te pegue con los muebles de la cocina: NO TIENE PRECIO.