miércoles, 8 de julio de 2015

Volver...


Hace cinco años viví doce meses en una de las ciudades más maravillosas del mundo, ejerciendo una de las profesiones más románticas que se pueden escoger: la de escribir la Historia el mismo día en que acaba de ocurrir. 

Hoy, peleo por contar la Historia, pero de una manera muy distinta: en un aula, a muchachos a los que debo convencer de lo interesante que es conocer lo que otros escribieron hace años y siglos. 

Cinco años no es nada, es verdad. Pero, ¿y lo que puede cambiar la vida en ese tiempo? Ya no soy la misma de aquel lejano 2010. Soy más fuerte y más valiente. Más dura y más sincera conmigo misma. Y, quizá por eso, me atrevo a reconocer que necesitaba volver, pero tenía miedo de encontrarme con una ciudad distinta a la que vive idealizada en mi recuerdo. 

Y claro que estaba distinta, pero seguía siendo perfecta. Londres me acogió con los brazos abiertos, me reveló sus encantos en una semana soleada y fresca. Me reconquistó con sus grandes monumentos y me hizo sonreír con sus incontables sorpresas. Me dijo que no pasa nada por echar de menos. Y que vuelva. Yo le prometí que volvería y regresé a casa con más nostalgia de la que llevé y con esa sonrisa que te deja el reencuentro con alguien a quien quisiste mucho, pero que ya no tiene hueco en tu vida. 

Podría hablar del cosquilleo al atisbar de nuevo el Big Ben desde Trafalgar Square. Podría elogiar todos y cada uno de sus museos. Podría confesar lo insistente que me puse al tratar de hacerme una foto con el Tower Bridge de fondo. Pero, al igual que las personas, las ciudades no nos enamoran por lo que tienen de común y de evidente, sino por su capacidad para sorprendernos. Y yo me he traído de Londres un buen puñado de sorpresas:

- Las librerías del Southbank. La terraza del Southbank Center.
- El queso con pan del Borough Market.
- El alto número de artistas mujeres en la Tate Modern, tanto en la colección como en las exposiciones temporales.
- El paseo por Hammersmith.
- Los Kyoto Gardens en Holland Park.
- El Impresionismo de la National Gallery.
- La Ilustración del British Museum.
- Las niñas que pueden llevar pantalón en sus uniformes del colegio.
- Comer en Soho Square.
- La adrenalina de cruzar Oxford Circus en diagonal.
- El nuevo Skyline.
- Primark en la otra esquina de Oxford Street.

Y una imagen que lo resume todo: la jamonería que han puesto debajo de casa. 


Gracias a Maru por acompañarme en este viaje. Por acogerme y descubrirme un poco más esta ciudad.

Volveré, claro que volveré.

lunes, 24 de septiembre de 2012

The Unexpected Guest, en el INEM

"Qué tiempos en los que iba al curro, lo daba todo y salía con ganas de comerme la vida". 
Una buena amiga del trabajo me acaba de escribir con este mensaje. Un mensaje que escribe ella, pero que podríamos firmar, en un momento u otro, cualquiera de los que nos seguimos dedicando a esto del periodismo en los últimos tiempos. Así de feas están las cosas. Con esa misma desazón nos levantamos todos. 

Sé que escribo desde el desánimo de saber que a partir del jueves volveré a engrosar la ya abultada lista de parados de este país. Pero, qué narices, tengo 26 años, estoy en mi derecho de aspirar a una profesión idílica en la que el trabajo y el esfuerzo son recompensados, la gente no afronta la jornada con miedo a ser represaliado en el próximo ERE y que te permite vivir con plenitud tu vida personal.

Nada de eso ha pasado en los cinco años que llevo dedicada al periodismo. Ni me ha pasado a mí, ni les ha pasado a ninguno de los compañeros con los que he compartido tajo. 

Por eso, hoy, cuando mis hombros empiezan a tambalearse agotados por el peso de la decepción, me pregunto: "y tanto, ¿para qué?". Para encadenar cinco contratos de trabajo  -y dos meses de paro- en los últimos 20 meses. Para encontrar un nuevo puesto en el que, pese a mi experiencia, sigo siendo la becaria porque he sido la última en llegar. Para añadir un nuevo guión de experiencia profesional en mi currículum, cargado de puestos de trabajo heterogéneos, que nada tienen que ver entre sí y que tan poco han hecho por permitirme aspirar a una especialización. 

En resumidas cuentas, se puede decir que tanto esfuerzo, tantas renuncias y tanto trabajo han servido para poco. Hoy me planteo renunciar para siempre a esta profesión que considero en peligro de extinción. Quiero cambiar de aires. No sé si iré a mejor o me arrepentiré para siempre de esta decisión. Lo que sí que sé es que ser periodista no me ha hecho feliz últimamente. ¿Y de qué va la vida sino de eso, de ser feliz?

miércoles, 17 de agosto de 2011

Colonia

Ayer llegué a Colonia, Alemania. Desde entonces, no he parado ni un momento. El trajín de la feria de videojuegos Gamescom me tiene tan absorbida que solo cuando voy en taxi de un destino informativo a otro me dejo llevar por el encanto de esta ciudad y permito mis ojos se escapen de mi cuaderno de notas a la ventanilla del coche.


Hoy ha sido un día especialmente difícil. De esos en los que trabajas tanto, tanto, tanto, que no te luce nada. El taxi me ha dejado en la puerta del hotel a las 18.55. El hotel está enfrente de la catedral. La catedral cierra a las 19.00 horas, me ha informado el botones. Así que me he apresurado a cruzar la calle y a subir las escaleras de entrada a la plaza de la catedral para que me diera tiempo a verla hoy, porque nunca se sabe a qué hora acabará el día mañana.


Cuando he entrado, me he quedado sin aliento. No tenía esa sensación desde que me bañé en las pozas de Hampstead Heath y el agua estaba tan fría que fui incapaz de respirar durante un minuto. Todo lo que diga sobre esa catedral se quedará corto porque hoy me ha pasado algo que ocurre pocas veces: el invitado inesperado no era yo, sino el lugar que he ido a ver, que se me ha clavado dentro sin avisarme y casi me ahoga de la impresión.


En los cinco minutos que tenía, he correteado por la catedral sin demasiado orden ni concierto y me ha dado tiempo de hacer lo que ya se ha convertido en una costumbre siempre que visito una catedral bonita: encender un par de velas. Lo hago más por superstición que por devoción, puntualicemos. Pero el caso es que lo hago.


Encendidas las velas, me he quedado unos instantes mirándolas fijamente mientras rezaba un Padrenuestro, un acto reflejo de mi educación católica que mantengo también por superstición. En ese intervalo, la mecha de las dos velas se ha consumido hasta la cera y una llama al otro extremo de la mesa se ha apagado. Porque en esta vida, nada dura para siempre, ni lo bueno ni lo malo.

Una hora después de que la catedral me visitara, aún respiro raro.

PD.- Llevo dos días comiendo salchichas. Y me gusta.

domingo, 5 de junio de 2011

L.A.

Desde que creé este blog mi intención ha sido siempre darle continuidad después de mi estancia en Londres. Tras unos meses por Madrid, vuelvo a visitar otro país, Estados Unidos, con la excusa de trabajar un poco y con el objetivo claro y prioritario de actualizar el blog.

Decir que llego a Estados Unidos como testigo inesperado sería metir: para poder embarcarme, los americanos me han hecho rellenar un formulario anunciando mi llegada previo pago de 14 dólares, una tasa aprobada por la administración Obama imagino que para que todos los turistas que viajamos a los USA contribuyamos a la paz mundial y esas cosas que él defiende.

Pagada la tasa, rellenado el formulario y con dólares frescos en la cartera, esta semana he intentado, sin demasiado éxito, ocuparme de todos los preparativos del viaje para que no fallara nada. Sólo deciros que justo cuando me subía al coche de camino al aeropuerto me he dado cuenta de que se me olvidaba el pasaporte. Solucionado el descuido, ahora tengo que asimilar algo peor: me he olvidado del pijama. Mira que anoche hice repaso de todo: pasta de dientes, calcetines (varios pares incluso), cargador del móvil, adaptador para enchufes..., parecía que lo tenía todo y ahora tendré que dormir en bolas. Y miedo me dan las cosas que me daré cuenta que me faltan cuando abra la maleta una vez allí! Pero no adelantemos acontecimientos, vayamos a lo que ya sabemos: cómo es un viaje transatlántico.

Por primera vez atravieso un océano y viajo a otro continente. Ahora os escribo desde el avión de Swiss Airlines que me lleva a Los Ángeles previa escala en Zúrich, donde, para cambiar de terminal, me he montado en una especie de tren-transbordador que tenía mugidos de vaca como hilo musical. Lo juro.

La experiencia hasta el momento está resultando... muy suiza. Me dan de comer platos típicos de allí, el capitán habla a ratos en alemán a ratos en francés y de vez en cuando las azafatas se pasean ofreciéndonos bombones. Si a esto le añadimos que los asientos se reclinan tanto que parecen camas y que en la tele puedo ver capítulos "Friends", como os podéis imaginar, las siete horas que llevo aquí metida no se me han hecho nada largas, al contrario, aunque he de reconocer que solo de pensar que me quedan otras cinco me pone la piel de gallina.

Esto es todo lo que puedo contaros por el momento. En cuanto llegue al hotel y conecte mi ordenador al wifi posteo. Estos días estaré cubriendo la feria de videojuegos E3. Dudo que me quede tiempo (y ganas) para mantener esto actualizado, pero prometo nuevas impresiones como muy tarde en el camino de vuelta a Madrid.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Bye, Bye

Retomo el blog para despedirme. Esta es mi última noche en Londres y mañana mi último día. Al menos, durante una temporada.

En el tiempo que he pasado aquí, en estos 11 meses, he sentido por esta ciudad casi todo lo que una persona puede sentir: amor, frustración, deseo, odio, curiosidad..., pero sobre todo, humedad, mucha humedad.

En estos meses he aprendido que "Bye, Bye" suena más afectuoso que un simple "Bye". He convertido el Prince Charles Cinema en mi cine de cabecera. He pasado más frío que un tonto, pero no he llegado a ponerme lo suficientemente mala como para tener que ir al médico una sola vez. He disfrutado de Hyde Park en otoño e invierto, de Regent's Park en primavera, de las pozas de Hampstead Heath en verano. Es más, me he quedado sin respiración de lo fría que estaba el agua de las pozas de Hampstead Heath. He bebido Pims, pero no me he enganchado a la cerveza. He cocinado más que nunca y puedo decir que hasta he disfrutado haciéndolo. He salido en el Sun, y no precisamente en la página tres. He conocido a gente inglesa de toda la vida, a gente que se acuerda de la Segunda Guerra Mundial en Londres. Sé qué significa la amapola que lucen en la solapa los británicos la primera semana de noviembre y he comido un plato tailandés en un pub. He hecho bueno amigos, que seguirán en mi vida aunque me vaya de Londres. Y he conocido lo suficiente este país como para saber que no quiero vivir en él, pero me gustaría pasar mi luna de miel en Escocia.

Cuando llegué aquí, soñaba con comprarme en HMV el pack con todas las temporadas de los Soprano. Me daba miedo gastarme las 60 libras que costaba, porque no sabía cómo me iban a ir las cosas por aquí. Ahora, 11 meses después, me he gastado más de 60 libras en esa tienda, pero sigo sin tener los Soprano. Con esto quiero decir que a veces las cosas no ocurren como las soñamos, pero acaban ocurriendo y eso es lo importante. Mi año en Londres no ha sido como lo esperaba, pero qué cojones, si por algo se caracteriza esta ciudad es, precisamente, porque hay una sorpresa escondida a la vuelta de cada esquina.

Quizá en otro momento, mi relación con esta ciudad habría sido distinta, puede que más horrible o puede que la releche, pero seguro que diferente a como ha sido en esta ocasión.

Las cosas han pasado así y ya no hay marcha atrás. El avión despega mañana y yo no dejo de pensar en Humpfrey Bogart en Casablanca tratando de convencer a Ilsa para que se suba en él. "If that plane leaves the ground and you're not with him, you'll regret it. Maybe not today. Maybe not tomorrow, but soon and for the rest of your life". No es que necesite palabras de ánimo para marcharme, al contrario, pero sé que voy a echar mucho de menos esta ciudad. Quizá no hoy mismo, quizá no mañana, pero pronto y para el resto de mi vida.

Quién sabe, quizá algún día vuelva a ver Casablanca en el Prince Charles.

Mientras tanto, os dejo con una lista de algunas de las cosas que hice en Londres por primera vez:

Lentejas
Bricolaje
Comer en un restaurante argentino
Probar la tortilla de espinacas
Dislocarme el tobillo
Ver un partido de rugby
Leer a Asimov
Ir a la ópera
Configurar un router
Vivir en una ciudad con gaviotas

Y recordad que The Unexpected Guest continuará sus aventuras en Madrid. No os lo perdáis!

jueves, 10 de junio de 2010

The Heathrow Injection

Cuando Maru me habló por primera vez de The Heathrow Injection, no quise creerla. "¿The Heathrow Injection? No, definitivamente algo que lleva ese nombre no puede ocurrirme a mí", me dije.

Cuatro meses después me veo googleando el término para sorprenderme al comprobar que no sólo no se lo había inventado Maru, sino que estoy sufriendo todos y cada uno de los síntomas de ese, llamémoslo así, "sídrome".

The Heathrow Injection es un término que empezaron a utilizar los jóvenes australianos para explicar el considerable e inevitable aumento de peso que sucede a la migración a Londres. Desde que llegas al aeropuerto de Heathrow empiezas a ser víctima de una enorme y masiva inyección en forma de comida basura, chocolatinas y vida sedentaria que acaba por notarse tanto que, a cuando vuelves a casa, ni tus padres te reconocen. "O al menos eso es lo que le pasó a Maru", trato de consolarme.

Dejas los hábitos saludables que se suelen llevar cuando vives con tus padres sin más preocupación que quedar con los colegas para echar un partido de fútbol de vez en cuando para mudarte a una ciudad en la que vives hacinado en un piso con taitantas personas; basas tu dieta en "fast food" que ingieres de forma compulsiva como comida, merienda y cena; trabajas en una hamburguesería o en cualquier otro tipo de establecimiento de restauración por el que jamás ha pasado una botella de aceite de oliva, y tu ocio se reduce al consumo de pintas en el pub de debajo de casa.

Pese a todo, sigues engañándote pensando que The Heathdrow Injection es algo que solo sufren los autralianos que cambian el surf por el pub hasta que una noche, tumbada en la cama boca arriba, te das cuenta de que hay en tu cuerpo un elemento extraño que te molesta e inquieta: la papada.

Odio decirlo, pero Maru y sus amigos de las antípodas tenía razón. Ahora sé por qué en mi último viaje a España todo el mundo me decía "estás más guapa". No, perdona, estoy más gorda.

A la vuelta de unos meses, igual regreso a Madrid sin saber inglés, pero al menos, mi sobrepeso y dudoso gusto a la hora de vestir darán testimonio de que viví un año en Londres.

lunes, 24 de mayo de 2010

No me esperen despierta

Después de tres meses, de que el volcán me estropeara el regreso a casa, vuelvo a Madrid, mi Madrí, con ganas de cocretas, terrazas, amigos y familia, sobre todo familia.

El aeropuerto de Stansted me espera (si el volcán no se vuelve a entrometer en mis asuntos) y quizá, cuando aterrice en Barajas, echaré de menos un duty free con el HMV como protagonista. Cuando mi madre me haga gazpacho (y ensaladilla, y cocido, y cocretas, y filetes!), puede que me acuerde del puré de patata con salchichas. Aún no lo sé, pero quizá, cuando pasee por Madrid o por Alcobendas, añore a las multitudes de Oxford Street y me apetezca entrar en un Primark al que no podré llegar a pie. Me meteré a la cama y se me hará raro que no me despierten los borrachos de la calle y la luz del sol por la mañana. Me sorprenderé cuando el agua de la ducha salga con la suficiente presión como para aclararme el pelo de una pasada y, encima, a una temperatura agradable, pero echaré de menos la "aventura de ducharse" cuando es "la máquina de torturar españoles" la que escribe el final de la historia.

Puede que, después de todo, pese a todas las ganas que tengo de llegar allí, a Madrid, mi Madrí, eche de menos Londres. Pero qué narices! De Madrid al cielo! y los que se quedan en la capital británica, que no me esperen despierta, que pienso volver tarde.



Porque en Madrí, también se puede ser muy cool.


jueves, 29 de abril de 2010

London Pride

Todo empezó hace tres meses. Acababa de llegar a este país. No tenía amigos ni sabía inglés. Bueno, miento: sabía el suficiente inglés para entender la carta que me envió el ayuntamiento (el Westminster Council) reclamándome el pago del council tax, un impuesto similar a la contribución, pero que pagan los habitantes de la casa en lugar del propietario.

Pagué el council tax. Aquellos días nevaba y las bolsas de basura se amontonaban en las calles. Descubrí que en el centro de Londres no había cubos de basura ni aceras sin charcos. ¿En qué se gasta el ayuntamiento el dinero de mis impuestos? Me pregunté. Pero no tenía internet. Así que mis dudas tardaron en resolverse lo que el Westminster Council tardó en contestarme para agradecerme el pago de mis impuestos.

Resulta que con las 99 libras mensuales que pagamos por vivir aquí, en éste, nuestro hogar, el Westminster Council cuida de los ancianos, da café a los indigentes, enseña a los vecinos a reciclar y a los extranjeros a hablar inglés.

Así que al día siguiente me fui a la biblioteca de mi barrio, especializada en literatura china. Me hice el carné y saqué un libro de Asimov. Y, por la tarde, ya en el trabajo y confiada sabiendo que era verdad, que el ayuntamiento iba a reembolsarme las 100 libras mensuales de una manera u otra, me puse a buscar algún curso interesante para adultos.

"Curso de discusión histórica y cultural". Sounds good! (Moola!), me dije. Y me apunté. Tres meses más tarde, el pasado 27 de abril, fue mi primer día de cole en Londres.

Mi sentido de la orientación volvió a jugarme una mala pasada. Di vueltas durante 15 minutos alrededor de unos bloques de pisos buscando el centro de educativo en el que se impartía mi curso. Lo más parecido a un centro educativo que encontré en la urbanización fue una guardería. Así que entré para preguntar. Después de confundirme con una mamá despistada, la recepcionista me envió al edificio de enfrente: un ambulatorio que se encontraba en la planta baja de un bloque de pisos. Había estado tres meses esperando a empezar aquel curso y no lo podía dejar pasar, así que entré decidida al ambulatorio, aunque solo fuera para que me indicaran dónde estaba el edificio que buscaba.

Una mujer mayor, muy mayor, me aguardaba con una taza en la mano al fondo del pasillo. "Ahora me he metido en una residencia de ancianos", me dije apesadumbrada, "Bueno, por lo menos he llegado a la hora del desayuno", me consolé.

La mujer, que era mayor, muy mayor, en seguida se interesó por mi situación. Le conté que iba a un curso, le mostré mi plano sacado de Google Maps y tras un minuto de silencio y reflexión por ambas partes, me dijo "es que has llegado demasiado pronto". Eran las 10.20 y el curso empezaba a y media, tampoco me parecía para tanto. Pero cuando llegó el resto del alumnado, con un promedio de edad que con mi presencia se bajaba a los 75 años, entendí a qué se refería. "Es que eres muy joven".

Por lo visto el curso lleva en marcha 16 años. "Antes venía mucha gente, pero ya sabes, entre las que se han muerto y las que tienen dentista, nunca somos más de diez", me explicó Betty, que así se llamaba la mujer que me encontré taza en mano al entrar al edificio.

El curso no tiene una estructura preestablecida. Se reunen cada semana y charlan durante hora y media de la actualidad política, el tiempo y sus batallitas de infancia y juventud. Y he de reconocer que es entretenido. Además, el inglés de estas "ladies" tiene un acento británico de libro, excepto el de la escocesa y el de Kitty, que nació en Irán, lo cual es ideal dados mis objetivos.

"Vas a aprender mucho inglés", me repetía de vez en cuando Alice, una octogenaria con problemas de audición a la que tuve que aclararle que el tango es de Argentina, no de España.

A cambio, ellas me contaron de dónde viene la expresión "London Pride", me mostraron sus preocupaciones sobre la situación política del país, a las puertas de unas elecciones que no se sabe cómo acabarán, y resolvieron el problema del ruido de los aeropuertos: cambiar las ruedas de los aviones por esquíes para que aterricen en la costa, donde no molestan a nadie.


El martes que viene, más. Mientras tanto, os dejo con la canción London Pride, del músico cómico Noel Coward.


viernes, 16 de abril de 2010

Eyjafjalla

A esta hora, un avión con destino al cocido madrileño de mi madre debería estar despegando del aeropuerto londinense de Stansted. Yo estaría dentro, dormitando para que se me hiciera más corto el viaje. Y el mundo sería un lugar mejor, aunque, desde luego, mucho más aburrido.

En lugar de eso, la erupción de un volcán islandés ha paralizado el tráfico aéreo en media Europa. La nube de cenizas que se genera cuando la lava entra en contacto con agua nada más salir de su agujero, amenaza con estropear los motores de los aviones. Así que La Isla se ha quedado incomunicada.

"¡Cuánta gente había hoy en los restaurantes! ¡Y en el supermercado!", ha comentado mi jefe después de bajar a comer. Normal, si es que estamos todos en Londres sin poder salir. Que hay bisnesmen (hombres de negocios) desesperados ofreciendo miles de libras a taxistas para que les saquen de la Gran Bretaña sin pasar por la casilla de salida.

La gente es muy exagerada. ¿Que no podemos salir de aquí? Tampoco es para tanto, por lo menos estamos incomunicados en una ciudad cool que te cagas. ¿Que me he quedado, un fin de semana más, sin comer las cocretas de mi madre? No nos agobiemos: los congeladores se idearon para situaciones extremas como ésta. ¿Que en el Tesco se han acabado las salchichas? Bueno, esto tiene difícil arreglo, ¡pero algún inconveniente tenía que tener la erupción del dichoso volcán!

Pero lo más frustrante de esta situación no es que este fin de semana no vaya a poder abrazar a mi padre, ni besar a mi novio, ni ver a mis amigos. Tampoco la incertidumbre de saber qué camino escogerá la nube de ceniza:

a) Mantenerse en la atmósfera a 10 kilómetros de altura. Desavastecimiento. La ciudad cool que te cagas se sume en el caos más absoluto cuando los escaparates de las tiendas dejan de ser renovados, al menos, una vez a la semana.

b) Que baje. Londres se llena de cenizas. Morimos asfixiados.

c) Que suba creando una capa opaca imperceptible para el ojo humano, impenetrable para los rayos de sol. Morimos congelados.

Como decía, ésto son sólo nimiedades. Lo verdaderamente frustrante de esta situación es que el puñetero volcán tiene un nombre tan difícil que no puedes acordarte de su puñetera madre para desahogarte y quedarte a gusto.

jueves, 15 de abril de 2010

Berwick Street

Mi rincón favorito de Londres se encuentra en mi propio barrio. No tengo que salir del Soho para sentirme como en casa.


Cuando huyes de la invasión de turistas de Oxford Street. Cuando necesitas comprar algo que no sea un souvenir. Cuando no te apetece comer sushi, ni ver un musical, ni pasear por una calle bien barrida, es cuando llegas a Berwick Street. Un lugar en el que la gente se conoce por su nombre, las tiendas están regentadas por viejitas adorables y los puestos de verduras se mezclan con sexshops.


En esa calle, las prostitutas compran telas llamativas para hacer sus trajes, los modernos intercambian ropa y discos, las abuelas charlan un rato con el tendero y los becarios encuentran cajas de cartón para hacerse mesas.

Mi rincón favorito de Londres empieza en un edificio con un vergel plantado en la fachada y un carro que vende pan francés y termina cuando se estrecha, cambia de nombre y se convierte en el supermercado londinense de la "pastilla azul".



En Berwick Street, las truchas se venden en la calle, las reproducciones de Banksy se amontonan junto a cubos de fregona y siempre hay flores, muchas flores.

Por eso me gusta tanto. A ti también te gustaría si vivieras en Londres.