Hace cinco años viví doce meses en una de las ciudades más maravillosas del mundo, ejerciendo una de las profesiones más románticas que se pueden escoger: la de escribir la Historia el mismo día en que acaba de ocurrir.
Hoy, peleo por contar la Historia, pero de una manera muy distinta: en un aula, a muchachos a los que debo convencer de lo interesante que es conocer lo que otros escribieron hace años y siglos.
Cinco años no es nada, es verdad. Pero, ¿y lo que puede cambiar la vida en ese tiempo? Ya no soy la misma de aquel lejano 2010. Soy más fuerte y más valiente. Más dura y más sincera conmigo misma. Y, quizá por eso, me atrevo a reconocer que necesitaba volver, pero tenía miedo de encontrarme con una ciudad distinta a la que vive idealizada en mi recuerdo.
Y claro que estaba distinta, pero seguía siendo perfecta. Londres me acogió con los brazos abiertos, me reveló sus encantos en una semana soleada y fresca. Me reconquistó con sus grandes monumentos y me hizo sonreír con sus incontables sorpresas. Me dijo que no pasa nada por echar de menos. Y que vuelva. Yo le prometí que volvería y regresé a casa con más nostalgia de la que llevé y con esa sonrisa que te deja el reencuentro con alguien a quien quisiste mucho, pero que ya no tiene hueco en tu vida.
Podría hablar del cosquilleo al atisbar de nuevo el Big Ben desde Trafalgar Square. Podría elogiar todos y cada uno de sus museos. Podría confesar lo insistente que me puse al tratar de hacerme una foto con el Tower Bridge de fondo. Pero, al igual que las personas, las ciudades no nos enamoran por lo que tienen de común y de evidente, sino por su capacidad para sorprendernos. Y yo me he traído de Londres un buen puñado de sorpresas:
- Las librerías del Southbank. La terraza del Southbank Center.
- El queso con pan del Borough Market.
- El alto número de artistas mujeres en la Tate Modern, tanto en la colección como en las exposiciones temporales.
- El paseo por Hammersmith.
- Los Kyoto Gardens en Holland Park.
- El Impresionismo de la National Gallery.
- La Ilustración del British Museum.
- Las niñas que pueden llevar pantalón en sus uniformes del colegio.
- Comer en Soho Square.
- La adrenalina de cruzar Oxford Circus en diagonal.
- El nuevo Skyline.
- Primark en la otra esquina de Oxford Street.
Y una imagen que lo resume todo: la jamonería que han puesto debajo de casa.
Gracias a Maru por acompañarme en este viaje. Por acogerme y descubrirme un poco más esta ciudad.
Volveré, claro que volveré.